34 semanas fueron suficientes para que mi niño con ojos color de cielo decidiera nacer, con 2.600 gramos.
Verlo salir de mis treinta cansados años fue la prueba inequívoca de que el amor había trascendido, el amor había triunfado...
Aún con el dolor que me invadía producto de la carnicería humana que produce una cesárea, sumada a la cauterización de mis trompas producto de la ligadura, recuerdo haberlo visto valiente como el sólo, como lo veo ahora frente a mí mientras le escribo...
Cuando pude incorporarme de la cama del hospital con un dolor terrible producido por mi vejiga llena por el miedo que tenía de ir al baño, subí a la sala de cuidados intensivos mareada y tambaleante y lo vi por primera vez durante unos minutos.
La fuerza con la que el oxígeno golpeaba cada parte de su pequeño cuerpo me desmoronaba, durante dos noches no pude dormir y sentía cómo la leche materna caía de mis pechos sin poder alimentarlo bien, reconfiguraba el nacimiento de mi hija y creo que no puedo comparar el miedo que sentí dejarlo cada noche que pasó en esa helada, simétrica y oscura sala de cuidados intensivos neonatales, mi hija chiquitita nació fuerte, hambrienta, su primera noche la pasó conmigo.
Era pequeñito y perfecto, aún con cada una de las cadenas de hospital que ataban su cuerpo bañado de leche, recuerdo haber vivido la semana más intensa de mi vida porque lejano al dolor estaba por supuesto el deseo de pasar a su lado noche tras noche, sabía que aquel Enero nacería el amor de mi vida, mi único y mi guerrero Benjamín.
Cuando lo llevamos a casa envuelto en un pañal de tela que le quedaba como cobija y su ropa del tamaño de un muñeco que flotaba en su cuerpo delgado, cada noche temía por él, parecía inexperta, me preocupaba demasiado y el dolor que sentía no me limitaba para velar sus sueños en ese enorme moisés en que parecía que se perdía de lo pequeñito.
Al cumplir un mes mi hermana (el amor platónico de mi pequeño) vio en sus ojitos una manchita que no tenía explicación, salvo la que Doctor google me dio unas horas después, lloraba inconteniblemente mientras en mi mente preparaba un equipo médico para atender a mi niño Diego.
Eran las ocho de la noche de un martes, cuando con un amigo llevamos a mi hijo a donde la oftalmóloga quien por ser “buena y conocida” no tenía citas sino dentro de meses, pero por ser un “caso especial” nos dijo que vayamos para darnos una consulta entre citas.
"Su hijo tiene catarata me dijo" quédese tranquila porque entre todas las cosas ésta es la menos grave.
Me culpaba, culpaba al padre de mi hijo en la mente, me preguntaba si hice algo mal para que mi hijo tenga esta “complicación”.
La lotería genética me habría premiado con mi príncipe rojo.
¡Debemos operarlo antes de que cumpla dos meses! pero veamos si algún anestesiólogo quiere arriesgarse, me dijo...
La persecución de la doctora por la cirugía de mi hijo era tan intensa que un día terminé por asustarme cuando al apuro me llamó y por teléfono escuché:
¡Tenemos todo listo, le operamos mañana en el "Metro" porque es el único lugar donde se puede operar un caso así!
¡Me largo! me dije internamente.
Buscamos otro médico y otro y otro, hasta que uno, nos dibujó el panorama con tal facilidad que yo confié ciegamente.
Un 1 de Abril operaron a mi hijo, un cuerpo médico enorme, un anestesiólogo que causaba miedo, mi chiquitito salió del quirófano hambriento, con dos latas en los ojos y una bata del tamaño de una vaca.
La noche anterior había llorado de hambre.
El príncipe rojo aguerrido y valiente sonreía igual, aún cuando los puntos de la cirugía le deben haber estado doliendo, picando, torturando.
Luego de la cirugía, mi hijo asistió a su primer control post operatorio en donde le harían los lentes para compensar la falta de visión y su medida era 20/20, así que me imaginé unos lentes de fondo de botella, en efecto así fueron.
Al recibir los lentes, me enviaron a terapia visual y la doctora me dijo “SU HIJO TIENE DISCAPACIDAD”, así sin prepararme, sin poder absorberlo, sin darme chance para asimilarlo, sin entenderme.
El cuadro más duro de la vida es que las terapias se hacían en una escuela para niños ciegos, al entrar allí ya lloraba, ya me moría, la garganta se me hacía nudo, no podía ver a esos niños, tan chiquitos y condenados a una vida que para mí estaba llena de sombras.
Señora: Sea fuerte, su hijo no debe sentir su miedo, su hijo debe crecer con eso, su hijo podrá ser muchas cosas, su hijo será feliz si usted lo es, su hijo debe sentirse amado… Su hijo no sigue la luz, su hijo tiene fotofobia, su hijo no sigue los objetos, pero tiene que “acostumbrarse a vivir así”.
¿Qué mierda?
Mi cabeza estaba en otro lado, rompía en llanto, los mocos se me caían, el corazón me dolía.
La primera terapia tan dura, pues la doctora me explicaba que mi hijo no podría hacer esto, ni lo otro, ni ver esto, ni ver lo otro.
Mi cabeza pensaba: Mi hijo nunca podrá ver la playa, ni las flores, ni los libros, ni el sol, ni mis ojos llenos de amor para él.
Pero mi alma me decía constantemente que mi hijo sería un genio, le pondría música, le enseñaría a tocar las cosas, le leería los libros que no podría ver, le cogería de la mano y guiaría su camino para siempre.
A la décima sesión de terapias escapé de ese lugar en donde trataban a mi hijo como un inútil, no como un ser humano.
Busqué otro lugar, lo hallé y me mantengo en la constante lucha, sabiendo que mi hijo ve mucho más allá que los demás, sus ojos están en su alma TAMBIÉN y es un niño absolutamente feliz.
El príncipe rojo, valiente y hermoso ríe como ninguno, es un ochentero nacido en esta década, el príncipe rojo canta y baila como si la música fuera parte de él, odia los juguetes y ama el viento, el agua y la luz del sol.
El príncipe rojo venció las expectativas de la medicina, lo ve todo, hasta lo que no vemos nosotros y lo siente, lo habla.
El príncipe rojo con su porcentaje de discapacidad "muy grave" no tiene complejos y se ríe de la gente que lo mira con sus anteojos, unos con morbo, otros con ternura.
Su espíritu está lleno de amor.
Su valentía es innata y su bondad es el premio de la vida.
El príncipe rojo es la "prueba" más grande y hermosa.
Es un genio, ese que recita Carla Badillo...
Que nace cada 200 años.
Es mi hijo, la vida me lo puso de madre.
Bendigo a mi sexo por haberlo parido.
Mi príncipe rojo es TODO lo contrario a uno azul pero más lindo.
Tiene las ventanas del alma abiertas a través de sus hermosos ojos verdes.